Un Refugio Real en Segovia
El sol aún no había alcanzado su cenit cuando llegué a La Granja. El pueblo, envuelto en una bruma matutina, prometía una jornada de descubrimientos. Sus calles empedradas, testigos silenciosos de siglos pasados, me condujeron hasta el corazón del Real Sitio.
La Granja de San Ildefonso es más que un pueblo; es un sueño hecho realidad. Un capricho de la realeza que quiso recrear en tierras segovianas un pedacito de Versalles. Y vaya si lo consiguió. El Palacio Real, con su fachada imponente y sus jardines a la francesa, es una joya arquitectónica que te transporta a otra época.
Paseé por los jardines, admirando las fuentes, los estanques y las esculturas. El agua, que brota con fuerza de las fuentes, crea un ambiente mágico y refrescante. Me perdí entre setos recortados y arboledas frondosas, imaginando a los reyes y nobles paseando por estos mismos senderos.
La Real Fábrica de Cristales fue mi siguiente destino. Allí, artesanos expertos siguen creando piezas únicas utilizando técnicas ancestrales. El museo, que alberga una impresionante colección de cristalería, me dejó boquiabierto. Cada pieza es una obra de arte, fruto de la habilidad y la paciencia de los maestros vidrieros.
Después de un almuerzo en una taberna tradicional, decidí explorar los alrededores. El Valle de Valsaín, con sus bosques de pinos y robles, es un paraíso para los amantes de la naturaleza. Caminé por senderos serpenteantes, respirando el aire puro de la montaña. En lo alto, las vistas eran espectaculares.
Al caer la tarde, regresé al pueblo. La Granja, iluminada por las farolas, adquirió un aire romántico. Me senté en una terraza a disfrutar de una copa de vino mientras contemplaba el Palacio. La tranquilidad del lugar era absoluta.
Durante mi estancia, descubrí que La Granja es mucho más que un destino turístico. Es un lugar donde el tiempo parece detenerse, donde puedes desconectar de la rutina y conectar contigo mismo. Es un refugio para el alma.
Mi camino continuó por la Real Colegiata de la Santísima Trinidad, en el corazón de la Granja de San Ildefonso. El interior de la colegiata era majestuoso, con una bóveda que parecía elevarse hasta el cielo. Me detuve ante el altar mayor, contemplando la riqueza de los detalles, los mármoles policromados y los retablos dorados que reflejaban una luz tenue. Todo allí hablaba de devoción y grandeza, un recordatorio del esplendor borbónico que tanto marcó este rincón de España.
Tras dejar la colegiata, caminé hacia el Cuartel de Guardias de Corps, un edificio que, aunque sobrio en comparación con los jardines y palacios cercanos, tiene una presencia que impone respeto. A medida que avanzaba por su explanada, podía imaginar a los guardias reales formando filas, sus uniformes brillando bajo el sol y el ruido de las botas resonando en el empedrado. Aunque ahora sus paredes guardan silencio, sentí como si aún estuviera impregnado del rigor y la disciplina de entonces. Me acerqué a una de las puertas y me quedé unos minutos, como si pudiera escuchar las voces del pasado.
Después, el sendero me llevó a las Casas de los Infantes, residencias diseñadas para los hijos menores de los reyes. Me paré a observar el cuidado de los detalles: las molduras, los balcones de hierro forjado y los tejados, que parecían llevar el peso del tiempo con elegancia.
El día terminaba, pero no tenía prisa por marcharme. Me quedé sentado en un banco cercano, observando cómo el sol teñía de oro las fachadas de estos edificios cargados de historia. Pensé en todos los pasos que habían resonado en esos pasillos y en los secretos que guardan sus muros. La Granja de San Ildefonso no es solo un lugar; es un fragmento de un tiempo pasado que sigue vivo, esperando a quienes quieran
Cuando uno visita la Granja de San Ildefonso, en Segovia, no solo se sumerge en la majestuosidad de su arquitectura y jardines, sino también en los placeres de su rica tradición gastronómica. Este enclave histórico, rodeado de montañas y naturaleza, ofrece una cocina que combina lo mejor de los productos locales con la influencia de la realeza que habitó el Palacio.
Uno de los platos más emblemáticos es el cochinillo asado, una especialidad de toda la provincia de Segovia. En la Granja, este manjar se sirve con la perfección que exige su reputación: piel crujiente y carne tan tierna que se deshace al primer bocado. Se cocina en hornos de leña tradicionales, con una receta simple que realza la calidad del producto. Lo acompañan patatas panaderas o una ensalada fresca, lo que realza aún más su sabor.
No menos famoso es el judión de la Granja, un guiso elaborado con las gigantescas judías blancas que se cultivan en esta región. Este plato, tan sustancioso como delicioso, se prepara con chorizo, morcilla, tocino y un sofrito que le da su sabor característico. Es un plato ideal para entrar en calor durante los días fríos y un verdadero homenaje a los productos de la tierra. Muchos restaurantes de la Granja tienen esta receta como estrella de su menú.
La caza también ocupa un lugar destacado en la gastronomía local. El entorno montañoso proporciona carne de ciervo, jabalí y perdiz, que se preparan en estofados y guisos ricos en sabores intensos y especias. Los amantes del buen comer encontrarán en estos platos una conexión con las tradiciones más antiguas de la región.
Por último, ningún festín estaría completo sin un buen vino. Los vinos de la cercana Ribera del Duero o los de la Denominación de Origen Valtiendas son compañeros ideales para cualquier comida en la Granja. Su robustez y carácter complementan perfectamente los sabores intensos de la gastronomía segoviana.
Si buscas un lugar donde perderte y disfrutar de la naturaleza, la historia y la cultura, La Granja de San Ildefonso es tu destino. No te arrepentirás.
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