¿Playa, río o montaña?

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Que Cantabria es infinita no es ningún secreto. No hay eslogan más idóneo para una tierra donde los encantos no acaban, donde compartir y disfrutar son las únicas condiciones para quienes se acercan a descubrirla. Entre paisajes de mar y montaña, la experiencia solo puede mejorar si el viaje se hace sobre las ruedas de un coche que emocione.

Elegir un camino para llegar al Cantábrico no es fácil, todos apetecen. Decidirse por uno implica renunciar a otros, pero así tenemos una excusa -más- para volver. El Valle del Nansa es una magnífica puerta de entrada, con el verde como protagonista. Podemos plantearnos un bonito recorrido por su accidentado paisaje, lleno de pueblos, bosques y miradores desde los que empezar a ver la vida de otra manera. El de San Mamés no puede faltar en nuestra ruta, pero merece la pena no conformarse, aparcar y buscar otras panorámicas que nos recuerden que vivir es mucho más que prisas y obligaciones. Desde el Mirador del Jabalí, más arriba, tendremos una vista para recordar siempre, con la inconfundible silueta de Peña Labra y la muralla Cantábrica.

La CA-281 nos permite llegar hasta Tudanca, de origen premedieval, una joya del turismo rural escondida entre prados verdes. Declarada conjunto histórico-artístico nacional desde 1983, es quizá la aldea más interesante de la región. Con el sonido del cencerro de las vacas de fondo, de paseo por sus calles rústicas, la Casona de Tudanca, hoy biblioteca-museo, es una visita obligada para los amantes de la literatura que sepan apreciar los ejemplares que atesora. En su día, fue un antiguo centro intelectual por el que pasaron escritores de la talla de Unamuno o Alberti. Cerca, en el restaurante Las Nieves, podemos darnos el gusto de probar las mejores carnes de la región.

La carretera nos llevará hasta Cosío, donde podemos elegir recorrer sus nostálgicas calles empedradas y visitar la Iglesia de San Vicente, o desviarnos hasta San Sebastián de Garabandal, donde cuentan que hasta la Virgen se apareció allá por los sesenta. Nuestro camino sigue hacia arriba, ya por la CA-181. Cada parada que se plantea tiene sus gratas sorpresas.

Podemos pasear por Celuco, con sus casas de doble altura, típicas y sus balcones de madera repletos de flores en primavera, o convencernos de que el tiempo no ha pasado por Celis, sorprendiéndonos con la conservación impecable de esta acogedora localidad. Tampoco es de personas de bien dejar Rionansa sin visitar las cuevas de “El Porquerizo” y “El Soplao”, auténticas maravillas de gran interés geológico. En la de “El Soplao” incluso podemos vivir la experiencia única de disfrutar de un concierto en su interior, porque si usar es conservar, a este enclave mágico adaptado como espacio cultural le queda larga vida por delante.

Siguiendo el camino del río, se suceden los pequeños pueblos donde no podremos evitar planear una futura escapada rural. Rábago, Camijanes, El Collado… todos merecen su propia visita en algún próximo viaje. Son la oportunidad perfecta para dejar que la naturaleza nos recuerde a lo que hemos venido.

Pero el olor a mar nos mete prisa, y es que el Cantábrico tira. El Val de San Vicente nos espera, con el Deva y el Nansa flanqueando el territorio y formando en su desembocadura las Rías de Tina Mayor y Tina Menor, enclaves privilegiados de inigualable belleza.

Pesúes, la capital del Val, sale a nuestro paso con sus casas de indianos y nos ofrece tranquilidad y una de las mejores vistas de la Ría. Las villas cerca de la costa hablan un idioma propio aquí, con la tradición pesquera sintiéndose a cada paso que das, como queriendo agradecer al mar tenerlas en pie.

Con ganas de más, nos dejamos llevar por la carretera autonómica hasta Pechón, nuestro siguiente alto. No queremos perdernos la playa del Amió, un tesoro de arena dorada entre hermosos acantilados, que en horas de baja mar se une con el islote de Lastras. El paseo es reconstituyente, aunque el baño no esté muy recomendado debido a las corrientes.

De vuelta al pueblo, lo atravesamos en busca de otro paraíso de la zona, la Playa de las Arenas, donde el azul se rodea de encinas. La dejamos como la encontramos, salvaje y preciosa, para comprobar que el arroz con bogavante del restaurante del mismo nombre es tan bueno como dicen.

Aunque solo sea por curiosidad, hay que seguir bajando hasta Unquera, famosa por sus corbatas. No se nos ocurre mejor sitio para probar este postre de hojaldre glaseado que nos tienta en toda la región. Este pequeño pueblo pone toda la carne en el asador en nuestra visita: buena gastronomía, mejor gente si cabe. ¿Quién no querría volver? Y es aquí, precisamente, donde acabamos nuestra ruta, preguntándonos sin remedio qué nuevos horizontes descubrir. ¿Límites? No sabemos qué es eso.

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