Ruta por la N-40, la carretera que nos lleva a las nubes
Cuando lo inhóspito se convierte en bello
Un recorrido mágico por una carretera que llega a los 5.000 metros, de altitud. La Ruta 40 es la más extensa de las carreteras argentinas. Sus 4.700 kilómetros nos llevan desde la Puna de Jujuy hasta la Tierra del Fuego. Esta mítica carretera recorre algunos de los parajes más increíbles que uno pueda visitar en Argentina.
Este viaje puede comenzar en cualquier sitio, porque siempre hay algo que nos va a enganchar con la siguiente etapa. Un buen sitio puede ser las ruinas de la ciudad de Quilmes, aproximadamente en el kilómetro 1.000 de la Ruta 40, en medio del valle de Santa María. Se trata de una impactante ciudadela, desarrollada de manera escalonada sobre las laderas de un cerro. Todo el conjunto constituye uno de los contados ejemplos de la perfecta planificación del urbanismo indígena. La fortaleza habla por sí sola del buen hacer del Imperio Inca. Los cactus y la piedra dan al conjunto un aire de pureza, de sencillez extrema. Junto a la ciudad también se puede visitar el museo y un bonito restaurante de piedra.
Desde un primer momento nos damos cuenta de cómo va a ser nuestra pequeña expedición. Una vieja pick-up Toyota parece que va a ser nuestra compañera de viaje. Noches gélidas, con días de un calor que llega con facilidad a los 40 ºC. Un áspero desierto remarcado por continuos arroyos y riachuelos. Gracias al continuo deshielo procedente de los Andes, el agua siempre va a estar presente en nuestra ruta. Un reto para nuestra marca favorita.
Cafayate, antiguo asiento de los indios cafaiat, es el destino de nuestro primer día de viaje. Se trata de un lugar perfecto para reponer fuerzas. Su microclima le convierte en un lugar ideal, para la producción vitivinícola. Gracias a una decena de bodegas podremos deleitarnos con sus exquisitos vinos, especialmente el blanco Torrontés. Además, Cafayate es ahora un centro de nuevo turismo, pero siempre ha sido conocida por ser tierra de artesanos.
La polvareda del vehículo que nos precede nos marca el camino. Las zonas verdes del valle contrastan con las mágicas formas de la rocas areniscas. La Quebrada de las Flechas, es uno de los espectáculos más notables que bordean la carretera. Una vez superada nos encontraremos inmersos en el valle Calchaquí, que al igual que el de Santa María, estuvo densamente habitado por milenarias poblaciones indígenas. Pueblos como Angastaco están construidos directamente sobre antiguos asentamientos aborígenes.
Angastaco tiene mucho de pueblo fantasma. Un pequeño surtidor de gasolina, una tienda que vende de todo y algún que otro horno de pan, que cambia el precio en función del cliente, marcan la actividad comercial del pueblo. Aquí podremos volver a disfrutar del vino Torrontés y ver a auténticos gauchos montar sobre sus caballos, como nuevos centauros del desierto.
Esa misma pureza se transmite en el paisaje. Caminos marcados por curvas imposibles, fincas privadas de dimensiones “irreales” y pueblos enteros construidos con ladrillo de adobe. Mr Bonner compró ciento veinticinco mil hectáreas para disfrute de sus caballos, y Herr Hëiss presume de cultivar las vides más altas del planeta. Aquí todo es extremo. También el cansancio. Aquel paso del cañón Picarilla, poniendo a prueba nuestros neumáticos, o aquella subida en pura roca donde la electrónica lograba corregir los errores del propio conductor son elementos a discutir para esos viajeros que disfrutan con el ruido de un buen motor.
La siguiente parada será Seclantás. La arquitectura de este lugar es de estilo colonial. Desde aquí se pueden hacer varias excursiones, al norte se encuentra Colte, un caserío en el que se manufacturan los auténticos ponchos de Güemes. A corta distancia se encuentra el yacimiento arqueológico de El Churcal. Además, enfrente de Seclantás hay un camino sinuoso que lleva a una de las comarcas más maravillosas del camino, la laguna Brealito, de un intenso color turquesa, justo a espaldas del Nevado del Cachi.
Dejando Seclantás atrás, la pista se encara hacia Cachi, situada a orillas del río Calchaquí, junto a la ladera del majestuoso Nevado del Cachi, de 6.320 metros de altura. Lugares interesantes para visitar son su iglesia, la Plaza Mayor y el Museo Arqueológico. En la actualidad es como una meca para los mochileros y un centro de alto rendimiento para atletas y deportistas argentinos. La altura marca nuestro ritmo.
Antes de llegar a San Antonio de los Cobres, punto final de esta agotadora jornada, a seis kilómetros de Poma, por la ruta 40, se atraviesa el Campo Negro, donde encontramos el “Puente del Diablo”, un profundísimo cañón decorado con hermosas estalactitas multicolores. La carretera parece tomada por pequeños grupos de burros, que sirven para acarrear cereales hasta los pueblos más cercanos. En decenas de kilómetros… ni un solo coche.
El Abra del Acay es el punto más alto de toda la 40, situado a unos 4.900 metros de altura sobre el nivel del mar. Incluso nos permitimos subir unos metros para la obligada foto de los 5.000. El cruce por el Acay es sólo practicable con seguridad en primavera y otoño, así que tenedlo en cuenta si queréis emprender el viaje. En verano se corta frecuentemente por las lluvias y en invierno las grandes nevadas bloquean su paso. Además el tramo sur de la cuesta sufre con frecuencia desmoronamientos, lo que obliga a circular con precaución. No es raro que algunos lleven una botella de oxígeno para prevenirse del apunamiento o mal de altura. Una vez superado el Acay podremos disfrutar durante el camino con las apachetas, montículos de piedra que los indígenas erigen en honor a la Pachamama (Madre Tierra) agradeciéndole el buen viaje. Llegar hasta San Antonio de los Cobres tiene algo de mítico.
En toda la Ruta 40, Mendoza pueda presumir de tener el papel estelar de gran ciudad. Dicen que el lugar de Argentina donde mejor se vive… Algunos dicen que es por la numerosas botellas de vino malbec que se abren a lo largo del día. A pesar del terremoto de 1861, la ciudad guarda mucho de su aire decimonónico. Incluso la vieja placa de la Avenida San Martín con Garibaldi. Para muchos ese es el corazón de toda la Argentina. Aquí está el kilómetro “0”. Un cruce hacia el norte, el sur, el este o el oeste… El destino es lo menos importante. Una extraña energía lleva el coche hacia el Puente del Inca o Paso de la Cumbre camino de Chile…
Los colores son el otro gran patrimonio de esa tierra. Gauchos, trenes y caballos avisan de la entrada en la meseta patagónica. Siempre hay que guardar un buen rato para la Cueva de las Manos. Sus pinturas y sus restos arqueológicos, nos llevan a conocer las costumbres de los pueblos indígenas.
Y nosotros seguimos con la impresión de estar en el oeste americano, con sus pueblos fantasmas. A medida que nos vamos hacia el sur todo se vuelve más irreal. La silueta de algún barco encallado en Punta Loyola o los restos de un coche en el camino de Cabo Vírgenes… El Océano Atlántico marca el final de un gran viaje, de una aventura que toma sabor a media que nos vamos cargando de polvo. El recuerdo de Robert Crawford, un ingeniero inglés que viajó por el sur de Argentina, merecía el ver amanecer una vez más acampados junto a nuestro coche. La vieja pick up descansará aquí para siempre.
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