Whisky, el otro mito del cine
Desde que el cine es cine, el whisky ha sido un importante, aunque discreto, personaje secundario. También es cierto que ya hace unas cuantas décadas desde que el cine se hizo políticamente correcto y se quedó con la mínima expresión en volutas de humo y copas de whisky en las mesas de los buenos.
Dicen que Bogart era uno de esos hombres duros que nacieron con un whisky en la mano. Sin más comentarios, uno se hace a la idea de un tipo con carácter, de pocas sonrisas, un cínico moderno. No es que sea cuestión de generalizar, pero bien es cierto que el whisky está lleno de tópicos, y quien sabe de este robusto licor se hace merecedor de cierto aura interesante, de lujo o perdedor.
Se acabaron, o más bien quedan muy pocas barras de película en la que el vaso cuente para algo más que para servir de transición durante unos segundos. Sobre el cigarro mejor no decir nada. Ahora hay que hacer un ejercicio de nostalgia para recordar cuándo se vio la última etiqueta de Jack Daniel’s en la pantalla.
No hay saloon en el western en el que no hayan expuestas más de dos estanterías con botellas de whisky, que entre otras cosas, terminarán hechas añicos en la primera pelea. Tal vez se trate de una alegoría, de una especie de guiño a la sangre de los buscadores de oro que se quedó en la historia americana. Pero mejor no cometer imprudencias intentando entender las intenciones de los que ya han dejado sus obras para la posteridad. Simplemente en aquel lejano rincón del nuevo continente tenían que meterse algo en el cuerpo, y qué mejor que el licor de los inmensos maizales del sur.
El whisky representa en sí mismo el carácter de aquella época. La violencia que se respiraba en los territorios apenas comenzados a conquistar tenía como protagonista a esta bebida. El bourbon era el desencadenante de las espectaculares peleas entre el sheriff y los bandidos de turno, mientras los indios, encandilados por el “agua de fuego”, lo utilizaban como moneda de cambio con los blancos malos. Los duelos de OK. Corral, al sur de Arizona, y toda la conquista del oeste pudieron no ser lo mismo si muchos de los indios no hubieran cambiado la fuerza de sus rifles por alcohol.
Cuando Walter Brennan desafía al mítico Gary Cooper con una botella de whisky en “El Forastero”, la bebida también alcanza la categoría de arma. John Wayne y James Stewart en todas las películas de John Ford cayeron seducidos por el whisky y le dieron el correspondiente protagonismo. Ni pistolas, ni puñetazos, el whisky solía estar tan a mano como en las novelas de William Faulker y en las películas que salieron de su influencia. Cuentan que el genial escritor y el bourbon eran buenos amigos, y que el cóctel salido de la mezcla de éste con zumo de limón y azúcar, hizo temblar al Hollywood de los años cuarenta gracias a Faulkner. Nadie niega que el Whisky Sour tiene su ciencia, no sería de extrañar que muchas de las ideas de los directores de aquel entonces surgieran de una noche bajo su efecto.
Ideas que, por mucho que variaran en escenario, tenían un minuto dedicado a la barra de un bar. Qué decir también del cine negro y el omnipresente tema de la prohibición de las bebidas alcohólicas. Mucho escocés corría en los garitos ilegales de aquellas películas, en mesas de juego, en las manos de las mujeres fatales, de los asesinos, de un mundo oscuro. La Ley Seca no venía a ser más que una reacción ante unos años en los que el whisky había empañado gran parte de la “intachable” historia americana de Elliot Ness recuperado de la mano de Sean Connery y Kevin Costner.
Los personajes de las novelas de Dashiel Hammet, más tarde llevadas al cine, son el mejor reflejo de aquella época. Whisky y soledad son dos elementos inseparables en el cine negro. Los personajes solitarios, policías o asesinos, se enfrentan a las barras de bar a sus propios pensamientos mientras el vaso de whisky reposa a un lado. Un trago rápido y un vaso más. Recuerdos, mujeres, asesinatos y una extraña sensación de una vida echada a perder.
Quienes desconozcan el mundo que rodea al whisky se preguntarán qué tiene esta bebida que tanto ha encandilado el mundo del cine, incluso el de la literatura. La respuesta es sencilla: carácter. Y eso se paga y se nota.
Sobre sus orígenes se dice que se comenzó a destilar en Irlanda en el siglo XI y XII y que después pasó a la península de Campbeltown, en Escocia. Las primeras referencias históricas que se tienen de él se remontan al siglo XV, y desde entonces ha pasado a formar parte de la cultura irlandesa y de la escocesa sobre todo.
Su producción ha estado ligada a la tradición monástica y a la ilegal, lo que le concede un aire contradictorio aun más atractivo. En las islas y las remotas Highlands se crearon numerosas destilerías ilegales que terminaron por producir más whisky que las que tenían licencia.
El contrabando comenzó a formar parte de la tradición del whisky. Aunque en Inglaterra las cosas se solucionaron hacia 1823, Estados Unidos tuvo que continuar con la historia durante cien años más. Desde los hombres recios de la Escocia profunda, hasta los bandidos del Nueva York de los años treinta, pasando por los lores británicos y los vaqueros más intrépidos del oeste, todos han tenido en común el gusto por el líquido color ámbar.
Ahora, aparte de las islas británicas, se produce whisky en Canadá, la India y Japón, cada uno de ellos con sus características particulares..