Las raíces de las cepas de Borgoña son tan profundas que se hunden en la historia desde hace más de 2.000 años. Según los expertos producen los vinos más preciados del mundo. Unos vinos muy anteriores al imperio romano, que desde el siglo VIII han presidido las mesas de reyes, papas y nobles y que hacen las delicias de Astérix, Obélix, De Gaulle o Laeticia Casta. El vino de Borgoña se produce en la región francesa que le ha dado nombre y no dudan en algunas zonas en hablar de los Campos Elíseos de Borgoña, cuando se refieren a la carretera de Dijon a Santenay, pasando por Nuits-Saint Georges y Beaune. Los nombres de cada pueblo son un referente a viñedos y bodegas. Es como un tributo a la cultura enológica. Algunos pueblos deben su fama a sus ilustres bodegas.

Aquí el vino no solo se mide por precio. El verdadero aficionado sabe si le gusta o no le gusta. El apellido de las familias es importante; pero es más importante el nombre de algunas parcelas donde las uvas se tratan como si fuese caviar. Los viñedos se trabajan como si fueran jardines. Y el turismo es ahora el gran reclamo.

Por suerte, sí todo gira en torno a la cultura del vino. Por eso, es inevitable que la ruta turística siga el rastro de estos vinos de pueblo en pueblo, todos ellos llevan el nombre de los vinos más célebres: Gevrey-Chambertin, Vosme-Romanée, Chablis, Beaune, Pommard, Beaujolais.

Decir la palabra Romanée Conti casi simboliza todas las pasiones, las intrigas y los éxitos que se puede unir a un producto. Hablar de su precio es una vulgaridad, porque siguen siendo una de las inversiones más seguras a nivel mundial. No es un tópico, es un trozo de la historia de Francia. Las dos hectáreas de Domaine Bonneau de Martray son tan cotizadas como las del “latifundista” Bouchard Pere, que controla menos de 90 hectáreas. Todo es una locura que sólo se entiende cuando se conduce por estas carreteras estrechas y habilitadas para mirar y fotografiar al viñedo.

Por supuesto que la calidad está unido a nuestro presupuesto, pero siempre hay sorpresas muy agradables. El gran Hugh Johnson, famoso por su enciclopedia del vino, no dudaba en reconocer que lo siempre los mejores terrenos no siempre tenían la mejor catalogación. Esta es una tierra para disfrutar, y en la vendimia con más motivo.

Y, por supuesto, que en la zona hay mucho más que vino. Borgoña ha sido una región clave en la historia de Europa porque está situada en las vías estratégicas del comercio. La historia ha dejado importantes restos en el arte y en la arquitectura civil y religiosa.

Cluny es el centro de reunión y parada inevitable para quienes recorren la zona. Fueron los monjes de este monasterio y otros de la región quienes plantaron, seleccionaron, vendimiaron y consiguieron vinos excepcionales. Los monjes benedictinos dejaron en Borgoña mucho más que viñedo: iglesias, campanarios y monasterios que hoy son los grandes atractivos turísticos de la región, junto a las mansiones de los señores dueños de los viñedos en épocas posteriores.

Poder encadenar lugares en una ruta más o menos improvisada siempre es un placer. Paradas inevitables en nuestra ruta serán la Abadía de Fontenay, la iglesia de Paray le Monial, la ciudad de Auxerre -famosa por sus restos prehistóricos-, Beaune y sus hospicios –donde cada año se celebra la subasta del vino-, Nevers -de remoto origen romano- o Vézelay, etapa del Camino de Santiago.

Y una parada en Dijon nos puede llevar un par de días. El chiste de la mostaza es muy fácil: la ciudad fue capital de los Duques de Borgoña. Es famosa por su mostaza y sus vecinos se sienten muy orgullosos de sus carnes. La región permite escaparse por sus carreteras secundarias para descubrir apartados rincones o subir en una de las casas-barco que recorre sus ríos y canales. El vino es el motor de estas tierras, pero hay otros placeres como la buena comida o los paisajes de tonalidades verdes, las praderas, los valles, los Montes del Morvan y las casas de esos agricultores que enseñan orgullosos sus tierras.