RIO MIERA, UNA LINEA ENTRE LAS NUBES AL MAR
Hay ríos que tienen un inicio épico y aquí nos encontramos con uno de ellos. El río Miera nace en lo alto de los Puertos de Lunada, donde Cantabria roza con Burgos y donde la montaña se despeña en calizas y praderas húmedas. No hay un manantial único que pueda señalarse como matriz del río, sino la suma de hilos de agua que descienden de neveros ocultos en las oquedades kársticas, de arroyuelos que el invierno alimenta con lluvias interminables y nieves persistentes.
Esta tierra es recia, amiga de las nieves y los días rudos. Allí arriba, el silencio es roto solo por el cencerro de alguna vaca tudanca y el rumor del viento. Es un paisaje bravío, de piedra desnuda y cielos cambiantes. Los pastores pasiegos lo han recorrido desde hace siglos, levantando con sus manos las cabañas de piedra, viviendas temporales que servían de refugio a familias trashumantes dentro de su propia tierra. Porque el pasiego no viajaba lejos, pero conocía como nadie el arte de moverse entre valles, llevando consigo el ganado y adaptando su vida al ritmo de la hierba. Un santuario para el nuevo Turismo Rural y para los que viajan sin prisas.
Ese nuevo turismo disfruta de la bicicleta con adicción. La carretera que sube desde San Roque de Riomiera hacia Lunada es una de las más temidas y amadas por ciclistas de toda España. El Miera, en su curso alto, acompaña esas rampas brutales de más de un 15% en algunos tramos, donde el aliento se pega al cuerpo como la niebla a las zarzas. Cada verano, decenas de cicloturistas, algunos venidos de muy lejos, se enfrentan a esas cuestas míticas soñando con imitar a los héroes de la Vuelta a España.
Hay tramos en los que la emoción de la pendiente queda en silencio por un instante al cruzar un puente de piedra donde el Miera descansa en pozas verdes y profundas. Ahí el viajero se sorprende al ver niños bañándose, o familias que extienden mantas de cuadros sobre la hierba húmeda.El binomio agua‑bicicleta ha ido forjando parte del turismo de la comarca. Los alojamientos rurales ofrecen descuentos a quienes llegan con bicicleta, y algunas antiguas cabañas pasiegas han sido restauradas para albergar grupos de ciclistas que, tras la ruta, buscan la calidez de una chimenea y de un buen cocido montañés.
Aquellas cabañas de vaqueros y pastores son hoy refugios de un nuevo concepto rural. Hoy esas cabañas despiertan un interés nuevo. Forasteros, muchos de ellos enamorados del verde de Cantabria, buscan adquirir una de esas piezas de historia y convertirla en refugios modernos. Algunos vecinos lo miran con recelo, temiendo que la fiebre inmobiliaria desvirtúe la memoria de sus antepasados. Otros, en cambio, agradecen que esas piedras olvidadas cobren vida de nuevo, aunque ello suponga que los veranos se llenen de acentos madrileños o extranjeros.
El Miera baja bravo hasta alcanzar unos de sus hitos culturales: Liérganes. El río atraviesa esta villa cargada de historia, donde la leyenda del Hombre Pez es contada una y otra vez a los visitantes. En las terrazas del pueblo, los paisanos narran cómo aquel joven se internó en las aguas y reapareció años más tarde en Cádiz, convertido en mito. Los turistas escuchan embobados, con la vista puesta en el puente romano que salva el cauce.
En Liérganes también se cruzan historias de ciclistas y de pasiegos. Allí conversan los mayores, con boina calada, relatando cómo en otros tiempos se bajaba con carros cargados de hierba, y cómo hoy son grupos de visitantes quienes se detienen a comprar queso fresco de nata, sobaos y quesadas.
El río, algo más calmado, se presta aquí a la vida social: jóvenes se sientan en la hierba de sus orillas, familias pasean por el malecón, y algunos valientes aún se tiran al agua en verano desde improvisados trampolines.
Más abajo, el Miera se hace cómplice de la historia industrial. En las ferrerías de La Cavada se fundió hierro con carbón vegetal, alimentadas por aguas que movían fuelles y martinetes. El eco del trabajo y de la fragua aún resuena en la memoria del valle. Los senderistas que recorren sus márgenes escuchan a los paisanos contar cómo las Reales Fábricas de Artillería marcaron el destino de generaciones.
El río, sin embargo, ya no arrastra escorias, sino reflejos de bosques rebrotados y praderas húmedas. Lo que fue símbolo de producción bélica es ahora lugar de excursión tranquila, donde se habla más de turismo verde que de guerra.
Tras un viaje de poco más de 40 kilómetros, el Miera alcanza finalmente la Ría de Cubas, en el municipio de Marina de Cudeyo. Allí sus aguas dulces se mezclan con las saladas del mar Cantábrico, frente a las marismas y los arenales de Somo y Pedreña, bajo la mirada de Santander al otro lado de la bahía.
Hoy el valle del Miera ha encontrado en el turismo rural una vía de futuro. Casas pasiegas convertidas en posadas, rutas cicloturistas, senderos señalizados, visitas a queserías artesanales y baños en pozas secretas. El relato de los paisanos, lejos de perderse, se integra en las narraciones que los guías comparten con visitantes curiosos.
Llegan familias en busca de autenticidad, parejas que sueñan con un fin de semana romántico entre cabañas restauradas, ciclistas que persiguen rampas imposibles. Todos encuentran en el río un eje, un hilo conductor que vertebra paisajes y gentes.
La desembocadura es un espacio de aves migratorias: garzas, ánades, cormoranes. Las aguas tranquilas permiten la práctica del piragüismo, del paddle surf, y la contemplación pausada del estuario. El río, cansado pero pleno, se extiende como espejo inmenso donde los pescadores echan sus redes y los paseantes caminan entre juncos.
Porque el Miera no solo ha modelado un valle: ha tejido identidades, oficios, memorias y oportunidades. Lo que empezó como un chorro de agua escondido en las rocas altas, termina como estuario brillante bajo la luz atlántica.
«He sido hogar de pastores y de ciclistas, espejo de cabañas y de nubes, compañero de juegos y testigo de leyendas. He escuchado los cascos de vacas pasiegas golpeando las piedras húmedas y las ruedas de bicis acelerar cuesta abajo. Mis aguas han servido para regar hierba, para templar hierro, para dar sabor a historias que se cuentan en Liérganes y se recuerdan en La Cavada. Hoy me visito en las fotos de viajeros y en los relatos digitales, pero sigo siendo lo mismo que fui: agua en camino hacia el mar.»

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