7 PUEBLOS PARA 7 DIAS en Lleida
LLEIDA: 7 PUEBLOS PARA 7 DIAS
Y UNO DE REGALO
¿Una semana de vacaciones? ¿Una ruta para llegar a lugares diferentes? Difrutar de la montaña y los bosques de Lleida es un ritual que cambia cada año incluso en la misma estación. Emocionante, activo y con una gastronomía siempre sorprendente.
1. Barruera

En el corazón del valle de Boí, rodeado por las nieves tempranas de las montañas y el rumor del Noguera de Tor, Barruera ofrece en otoño un espectáculo hipnótico de álamos dorados y humedales que respiran vida. El paseo del Salencar de Barruera, accesible y circular, se transforma en una senda luminosa bajo el cielo bajo del Pirineo, donde los chopos, fresnos y abedules se mecen sobre las aguas tranquilas.
El pasado románico asoma entre los tejados de pizarra, con la iglesia de Sant Feliu marcando el perfil del pueblo y recordando que el tiempo transcurre aquí a otro ritmo. Las tardes huelen a leña y pan reciente, y los pocos turistas que permanecen se descubren ante un mosaico de colores que varía cada día.
Este rincón de la Vall de Boí, tan ligado al Parque Nacional de Aigüestortes, encuentra en el equinoccio su momento más fotogénico: las montañas fuman niebla, las vacas pastan con calma y el aire se llena de humedad mineral. El silencio solo se rompe con el caminar de los excursionistas que siguen la ruta del agua o las huellas de los antiguos pastores. Barruera en otoño no se visita: se contempla, se respira y se recuerda como una postal viviente. Visitar el restaurante de Elisabeth Farrero es casi una obligación…
2. Garós

Garós es uno de esos pueblos que parecen suspendidos en el tiempo, una joya del Val d’Aran que cobra una intensidad especial en octubre. A 1.115 metros de altitud, su caserío de piedra y madera guarda el aroma de los valles altos, con chimeneas que empiezan a humear cuando cae la tarde.
Desde sus empedrados parte una red de caminos que conducen a bosques de hayas y abetos donde las hojas tiemblan como fuego. El terçon de Arties e Garòsconserva su tradición aranesa, su lengua y su carácter franco-pirenaico, y el otoño sirve de excusa perfecta para recorrerlos sin prisas.
Las montañas que lo rodean, con alturas que superan los dos mil metros, atrapan la niebla como una caricia constante. Quien camina desde Garós hacia Varradòs o sigue el curso del Garona encuentra una serenidad antigua, de las que empapan los silencios largos. El otoño convierte sus alrededores en un mosaico de reflejos dorados, y las tardes son un canto a la quietud, al calor del vino en la mano y la visión hipnótica de las cumbres encendidas por el atardecer. Alojarnos en Garos Ostau es un una buena opción.
3. Ribera de Cardós

Entre barrancos y pastos de altura, Ribera de Cardós es un pulmón verde que en otoño se viste de cobre. Es la antesala al Parque Natural del Alto Pirineo, con paisajes donde las vacas pastan entre abedules y el aire huele a agua pura. Las hojas forman alfombras que crujen, y desde cualquier sendero se adivina el curso del Noguera Pallaresa serpenteando entre los prados.
En las cercanías destaca el Valle de Esterri de Cardós, uno de los lugares más mágicos de Lleida en esta estación, con miradores como el del Cap de la Roca, donde el cromatismo otoñal se desborda en mil matices de amarillo y naranja. Es un destino sereno, ideal para quien busca una comunión con el paisaje sin la multitud veraniega.
Sus caminos de alta montaña, sus ermitas olvidadas y los puentes de piedra narran la historia de un valle que resiste el paso del tiempo con belleza estoica. Aquí, el otoño no se contempla: se vive como una ceremonia íntima entre montañas.
4. Tavascan

Tavascan es una aldea escondida en un rincón del Pallars Sobirà, donde el otoño parece concentrar toda su fuerza cromática. El Pla de Boavi, accesible desde el pueblo, ofrece una de las rutas de bosque más bellas del Pirineo: abedules y pinos entrelazados que reflejan el dorado de la luz de octubre. Sus aguas –el Lladorre, los torrentes del Broate y el Sellente– descienden suaves entre la niebla, componiendo una sinfonía líquida en el silencio matinal.
A lo lejos, las cumbres del Sotllo y la Pica d’Estats vigilan el valle como guardianes antiguos. El otoño en Tavascanhuele a madera húmeda y a setas recién recogidas. La vida aquí late despacio: una taberna abierta, un fuego en la chimenea y una conversación que se diluye entre el murmullo del río.
Muchos llaman a Tavascan el “rincón secreto de los Pirineos”, y basta una mañana de niebla para entender por qué: el pueblo se disuelve y reaparece entre la bruma como un sueño. Merece la pena conducir hasta allí… La carretera no tiene perdida y Restaurant Llacs de Cardos es la mejor opción para comer
5. Llavorsí

Pueblo de montaña y río, Llavorsí es el alma aventurera del Pallars, pero en otoño abandona su rostro de adrenalina y se transforma en un santuario de calma. Sus bosques de ribera se tornan amarillos, y las aguas del Noguera Pallaresa, normalmente furiosas, bajan serenas.
Desde el casco antiguo, de calles empedradas y balcones floridos, se abren rutas hacia los hayedos de Arestui y los valles de Baiasca o Sant Romà. Las hojas alfombran los caminos donde en verano se pisaban botas de rafting.
Ahora reina el rumor del agua y el silbido del viento. Llavorsí se vuelve introspectivo, poético. Los cafés del centro ofrecen refugio frente al primer frío, mientras la montaña humea y el aire se tiñe de leña. Cada año, al llegar octubre, el pueblo parece recuperar su esencia ancestral: el lugar donde los ríos descansan. Excelentebase de operaciones para descubrir las aldeas de la zona.
6. Bescaran

En el recodo occidental de la Cerdanya leridana, Bescaranse alza a 1.300 metros como un mirador natural hacia los bosques que separan Catalunya de Andorra. El otoño aquí tiene fragancia de tierra y raíces, de castaños que chispean y hojas que flotan sobre el aire frío. Las casas de piedra parecen encenderse al atardecer, bañadas en oro por la luz que resbala de las montañas del Cadí.
Las callejuelas parecen como un reto de distintas cuestas. Los bosques de Bescaran son un destino perfecto para caminar entre silencio, fotografiar rebecos y escuchar el rumor de los torrentes escondidos. Desde su iglesia románica hasta los restos de antiguos molinos, todo respira autenticidad. A quienes buscan lugares sin artificio, Bescaran les ofrece eso mismo: autenticidad desnuda, intacta. La Canal es el lugar casi único para comer. Su ternera con setas y su butifarra son casi platos obligados.
7. Arsèguel

Llamado “el pueblo con más encanto del Alt Urgell”, Arsèguel es también una de las puertas del otoño pirenaico más hermosas. Situado en la falda norte del Cadí, ofrece panorámicas abiertas sobre valles envueltos en niebla. Sus calles empedradas conducen a miradores donde el bosque se comporta como una paleta viva de ocres, marrones y rojizos.
Es un pueblo de tejados ahumados, de acordeones –no en vano es sede del encuentro internacional de este instrumento– y de caminatas pausadas por los caminos rurales que bajan hacia el Segre. El otoño aquí tiene voz de río y melodía antigua, una combinación que envuelve al viajero y le recuerda que el silencio también puede ser música. Una delicia de lugar donde se puede ir una y otra vez sin miedo a aburrirnos. La Font del Genil esnuestra dirección para comer y para alojarnos, Éxitogarantizado.
8. Martinet

A caballo entre el Cadí y el Moixeró, Martinet es un pueblo que se cubre de niebla cuando el otoño avanza. El río Segre lo envuelve en un rumor constante, mientras los hayedos del Parque Natural del Cadí-Moixeró ofrecen uno de los mosaicos de color más intensos de la comarca.
Las rutas hacia el prat de Cadí o el núcleo medieval de Béixec son pequeñas odas a la naturaleza: bosques que crujen bajo las botas, quebradas silenciosas, huertos vacíos y el humo de las primeras chimeneas. Martinet es discreto, casi secreto, pero su belleza se multiplica a finales de octubre, cuando los tonos del Cadí se reflejan en el agua. Aquí, cada paseo se convierte en un viaje interior. Buen sitio para comprar productos de la tierra, especialmente quesos y embutidos.
