LA CHURRERÍA: DONDE EL VIENTO HUELE A LANA Y TOMILLO

Categories: Turismo rural1144 words6,2 min read

LA CHURRERÍA: DONDE EL VIENTO HUELE A LANA Y TOMILLO

Territorio segoviano, con un toque vallisoletano


En las entrañas de Castilla, allá donde el horizonte lo dicta la llanura y el viento lleva historias milenarias, existe una comarca que se resiste a ser solo un nombre folklórico en los mapas turísticos: La Churrería. El topónimo no engaña; aquí, la vida y la leyenda giran en torno a la Oveja Churra, ese animal de lana rizada y mirada paciente, que lo mismo impulsa la economía que inspira el refranero popular y robustece la gastronomía central de la región.

En La Churrería, la vida camina al paso lento de un rebaño, el horizonte es siempre promesa y el plato, homenaje. Cada pueblo es una estampa, cada vecino un testigo y cada cencella, un eco de futuro.

Arquitectura e identidad pastoril: chozos y casas de piedra  son testigos de muchos oficios.  Aquí, La  Churrería, como pocas tierras, preserva “chozos” pastoriles: construcciones humildes en las que pernoctaba el pastor junto a su ganado para protegerlo de lobos y fríos. Estos hitos arquitectónicos, modelos de economía rural y arquitectura sostenible, recuerdan la sabiduría de vivir en simbiosis con el medio: techumbres vegetales o de piedra, muros de caliza, perfumes de resina y silicio.

Por eso aquí la gente madruga todavía para sentir el campo. El viaje arranca temprano, cuando la luz apenas roza los cerealistas parajes de Adrados. Este pueblo fue paso frecuente de rebaños, y aún en las esquinas de las calles resuena el eco de esquilas y el pastoreo. Adrados es el umbral de la Churrería segoviana, con su iglesia que testimonia siglos de espera y su plaza plegada de recuerdos rurales. Los fines de semana el pueblo se revitaliza. El Lagar, su casa rural, es un  centro de actividad  y  siempre   hay algún amigo que visitar en el bar para tomar un vino… donde  el tapeo nos recuerda a los platos de alguna abuela  que todavía cocina con su eterna cocina de gas.

Aunque Campaspero está en Valladolid,  aquí no se sabe de fronteras provinciales.  Ese aire de cabecera de comarca, mueve algunos de los comercios locales…  Ese desayuno en casa Pepe o traer el Pan de Verdugo tiene algo de ritual para algunos vecinos de la zona..

Aquí, las fachadas emanan la luz blanca de la piedra caliza, la misma que forjó iglesias y ermitas en mil obras rurales. Campaspero presume de historia—repoblación altomedieval, conventos en ruinas y vecindad con antiguos caminos romanos—pero, también, de lechones tiernos y buenas chacinas de los hermanos Acebes. elaborados con  tanto corazón como ciencia. Cuando el viajero se sienta a una mesa local, el lechazo asado no es sólo comida: es rito; la corteza cruje y el interior rezuma esencia de pasto, herencia de crianza y paciencia campestre.

Dejando atrás la piedra de Campaspero, la ruta cae en ola sobre Hontalbilla. Este pueblo, discreto y envolvente, se ha reinventado: en cada fachada, los murales de un artista local dialogan con la memoria rural e ilustran escenas de vida pastoril. El arte callejero aquí no es moda pasajera; es crónica popular. Hontalbilla, además, es enclave del senderismo apacible, con rutas que rozan el Duratón yalgunas lagunas temporales donde el silencio se acompaña con el vuelo de las aves cuando migran y el balido débil de alguna rezagada churra.

Esa carretera, orgullosa de polvo y recuerdos, nos guía hasta Olombrada, gran municipio de la comarca. En mitad del páramo segoviano, aquí el trigo y la cebada compiten con los rebaños y la memoria de los tejedores de antaño.

Olombrada es nodriza: de ella dependen Moraleja de Cuéllar y Vegafría, dos aldeas en las que el reloj parece haberse detenido en el repique de campañas y esquilas. En Olombrada, se huele la promesa del queso curado, grueso y persistente, y se siente la placidez de un pueblo que nunca tuvo prisa por olvidar su pasado ganadero o las tardes de trilla en la era  Incluso su escudo guarda  unhueco para una oveja  que dice mucho de su pasado.

Moraleja de Cuéllar y Vegafría son la esencia de lo escondido. En sus calles estrechas, la arquitectura tradicional convive con vestigios de eras comunales y chozos pastoriles. Aquí, la vida gira en torno a la trashumancia y el ciclo ovino. Ante todo es el pueblo de Marcelino García Arranz, que se siente orgulloso de haber dado muchas pinceladas  para decorar y pintar grandes murales con los monumentos más simbólicos  de toda la provincia.  Cazadores, lavanderas,  gatos, caballos  operros dando vida  a las paredes de un modo  atemporal…  Casi todo el pueblo  ha salido representado…

Y de camino a Vegafría,  ha llegado la hora de la merienda.  En el recuerdo de los que paran por aquí queda el  recuerdo de las meriendas aquí se regalan con pan tierno y chorizo de matanza, pero la joya es siempre el queso de oveja, motivo de orgullo comarcal y pequeño milagro rural.

Y la ruta culmina en Perosillo, cabecera de histórico señorío en la Edad Media, que compartía jurisdicción y tierras con Adrados, Olombrada y aldeas vecinas. Perosillo brilla por los recuerdos, especialmente en las mañanas de primavera, cuando las cosechas empezaban a brotar  y  se hacían cálculos sobre como sería la cosecha.

Aquí, la historia dialoga con la vida diaria; aún pueden verse corrales de piedra, viejos hornos comunales y abuelos que narran, voz castiza, los misterios de la crianza churra y las añadas de cereal y pasto, mientras la despensa básica sigue rindiendo pleitesía a los sabores de la lana convertida en filigrana culinaria.

Ser “churro” aquí no es un gentilicio vulgar: es un emblema identitario, motivo de fiesta y a veces de pique sano con los pueblos colindantes. El traje regional churro, variante del segoviano pero con hechuras propias, aún aparece en romerías y rituales de la comarca, acompañado por jotas y canciones populacheras que evocan la relación mágica del hombre con el rebaño y la lana.

Más allá de los tópicos, la Oveja Churra es la gran protagonista. De su leche brotan quesos intensos, reconocidos por su textura mantecosa y su sabor penetrante. La carne de lechazo, seguro baluarte de la cocina comarcal, se asa al horno de leña en cazuelas de barro, bañada solo en agua y sal gorda. El resultado asombra al neófito: carne tierna, jugosa, que transporta recuerdos de primavera y pasto nuevo. No en vano, la IGP Lechazo de Castilla y León ampara esta delicatessen rural.

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