CASTILLOS DE BURGOS
Ver castillos tiene siempre algo de aventura. Las prisas no son buenas y la fantasía suele funcionar bien cuando se une a la historia. Por eso, hay que viajar con lo justo: cuaderno, bolígrafo, el mapa perfilado de Burgos y la curiosa convicción de que, tras cada colina, puede asomarse el vértigo silente de la belleza.
Viajar, como enseñó Bruce Chatwin, es menos una conquista del espacio que una exploración del alma. Hoy se emprende un periplo circular, sucesión de milagros de piedra y memoria: siete castillos – siete promesas –, tan distintos entre sí como los días de una semana de plenitud y asombro.
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Castillo de Frías: El Nido de las Nubecillas

El primer asalto a la épica lo marca el Castillo de Frías, encaramado como un vigía audaz sobre el Ebro y las casas colgantes que parecen volar. Llego sobre el rumor del río que todo lo acaricia y el tañido bronco de la historia. El castillo, una fortaleza de lomo imposible, domina todo el horizonte: sus muros milenarios dialogan con la bruma, los arcos cuentan alianzas, traiciones y, sobre todo, pactos de amor y pólvora.
Subo hasta la torre del homenaje. Desde allí, los tejados de Frías parecen piezas de un ajedrez medieval. Un lugareño me habla de la vida encastillada: “Aquí aprendimos a mirar lejos para descubrirnos cerca”. Abajo la pequeña plaza, donde el aroma de morcilla y queso afila la tentación. Me pierdo en un almuerzo de queso de las Merindades y chorizo curado, mientras la historia, líquida, se posa en mi copa de vino tinto bien recio.
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Castillo de Poza de la Sal: El Reino de la Sal

La carretera serpentea hacia Poza de la Sal, donde la fortaleza se asienta sobre los pliegues de un acantilado y cuida los veneros de sal que tanta riqueza trajeron. Aquí el aire, cargado de mineral, raspa la garganta y aviva el ingenio.
Recorro el castillo en silencio, tocando las piedras que fueron escudo ante los asedios. Pienso en Félix Rodríguez de la Fuente, hijo pródigo de este lugar, y en cómo su pasión por lo salvaje anida en estos parajes. Cuando bajo al pueblo: la plaza es un hervidero. Pido un pincho de lechazo asado en uno de los mesones y el sabor me transporta a siglos de cocina castellana, ahumada y robusta. El mercadillo de productos locales queda en la memoria gustativa.
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Castillo de Peñaranda de Duero: El Guardián del Río Arandilla

El tercer destino huele a elegancia y verticalidad. El castillo de Peñaranda de Duero, recio y altísimo sobre el valle, protege una villa que parece fraguada en un taller de miniaturas perfectas. Cruzo bajo la puerta acorazada y siento el peso de los linajes: los Zúñiga, los Avellaneda, fantasmas nobles que caminan sigilosos por los adarves.
Contemplo las vistas mientras el sol declina, tiñendo el pueblo de un ámbar lánguido. El claustro cercano, la colegiata, los jardines de palacio: todo invita a perderse en la sensualidad de los vinos de la Ribera del Duero, que aquí adquiere ribetes de rito sagrado. Me entrego a una cena de cordero churro y rebanadas de pan recién horneado, cómplice perfecto para el caldo color sangre.
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Castillo de Mazuelo de Muñó. La Torre que vigila al ganado.

La Torre de Mazuelo se encuentra a las afueras de la localidad de Mazuelo de Muñó, en el término municipal de Estépar, provincia de Burgos, sobre un pequeño promontorio, rodeado por una pradera donde las vacas y algún atrevido ternero pastan con tranquilidad.
Básicamente, es una fortaleza construida a finales del siglo XIV o comienzos del XV y reformada en el siglo XVI. Perteneció a la familia de los Carrillo, quiénes en 1466 la vendieron a los Rojas, que, a su vez, lo traspasaron en 1546 al chantre Andrés Ortega Cerezo.
La fortaleza está formada por una torre cuadrada rodeada por una barbacana en tres de sus lados.La torre es de grandes dimensiones, tiene cuatro pisos y está coronada por triple hilera de ménsulas de piedra que soportan su matacán almenado. En sus lienzos se abren distintos tipos de vanos, destacando entre ellos las ventanas ajimezadas.La barbacana es posterior a la torre, concretamente de mediados del siglo XVI, y desprende un aire renacentista. El lado norte cuenta con dos cubos huecos en sus esquinas, que protegen la entrada a un patio interior por el que se accede a la torre.
Por suerte, su estado actual es completa y restaurada. Es de propiedad particular y se usa como vivienda
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Castillo de Castrojeriz: La Espina del Camino

Castrojeriz, peñón solitario y punto neurálgico del Camino de Santiago, recibe al viajero con su silueta enhebrando el horizonte. El castillo, desdentado pero aún orgulloso, fue parada de reyes y refugio de peregrinos exhaustos.
Subo por la vieja calzada medieval, y siento que cada piedra late con pasos de centurias. El aire es seco y el viento trae promesas lejanas. Una viejecilla me ofrece pan candeal untado con aceite y migas con torreznos. Sabe a plenitud humilde, a gozo sencillo y antiguo. En la taberna, escucho relatos de caminantes, quienes ven en la fortaleza un faro de esperanza antes de la última etapa castellanoleonesa.
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Castillo de Burgos: El Corazón de la Ciudad Blanca

La gran urbe me recibe con la gravedad de sus catedrales y la promesa del bullicio. En el castillo de Burgos, recinto altivo sobre la ciudad, uno advierte la raíz profunda de la historia: asedios, reconstrucciones, tragedias y renacimientos.
Paseo por los jardines del cerro, desde donde se divisa la catedral como una nave inmensa, anclada en tierra firme. El aire aquí es limpio y los ecos de la pólvora aún parecen suspenderse bajo la brisa. Bajo a la ciudad: tapeo en la Plaza Mayor, morcilla y pinchos de solomillo – la gastronomía burgalesa en su máxima expresión –. La noche cae y el castillo brilla, envuelto en una aureola de misterio.
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Castillo de Pancorbo: La Puerta de las Conquistas

El camino se encamina hacia el desfiladero de Pancorbo, donde la naturaleza parece haber decidido proteger a sus criaturas con un acantilado imposible. El castillo, apenas ruina, se funde con la peña; su silueta completa el hechizo de la garganta, donde las historias de frontera son leyenda. Aquí el símbolo es lo importante.
El castillo de Santa Marta, también llamado castillo de Pancorbo o La Sala, es un castillo construido en el siglo IX en una cresta rocosa sobre el municipio de Pancorbo, provincia de Burgos. En la actualidad apenas quedan unas cuantas ruinas visibles de su estructura original, destacando un puente entre las peñas.
La posición del castillo dominando la entrada del desfiladero de Pancorbo le proporciona una utilidad estratégica de primer orden. El castillo fue construido por el conde Diego Porcelos poco antes del 882, aunque seguramente ya existiese alguna edificación abandonada en el lugar de origen más antiguo. Un lugar para entender la historia y disfrutar de la naturaleza.

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